martes, mayo 09, 2006

XVIII Las almas perdidas










Nadie puede predecir de quién se va a enamorar, de eso estoy convencido, hacía tiempo que no veía a Verónica. Había desaparecido, nadie sabía nada de ella. Por casualidad me encontré con el Loco un día y me invitó a comer algo a la casa de su chica. Valeria era hermosa hembra, pero no era mi tipo, esa noche cayó un tal Pablo, tipo desquiciado si los hay. Salimos por ahí a yirar sin rumbo y sin demasiadas intenciones, el Loco estaba bien acompañado pero Pablo y yo: SOLOS. Descubrimos que ninguno de los dos había nacido para estar lejos de una mujer. Me comenzaba a caer bien ese tipo excéntrico. Luego de hablar toda la noche y de tomar mucha cerveza en ese pub, apareció una mulata hermosa en la que prontamente posé mis ojos y en algún momento me miró y ahí lo supe: esa mujer me buscaba hacía tiempo. Desde un principio todo fue bien, congeniamos, reímos y parecía perfecto... demasiado. Olvidé a Verónica por un momento. Sólo ella, Rosario y yo, hermosa piel mulata contrastando con la mía. Hermosa mujer de extremada sensibilidad. Pude sentir que estaba sufriendo y que algo me ocultaba.

Los días pasaron, ya había renunciado a la posibilidad de encontrar a Verónica, me había perdido en los ojos de Rosario, estaba enamorado de esa mujer. Sus lágrimas me hacían sufrir a mi también, ese silencio, tomaba sus cosas y se marchaba dejándome solo. César había desaparecido. A veces cuando volvía a casa, recordaba aquella puerta que traspasaba internándome en esa pasión prohibida con Verónica. A veces despertaba con el timbre, era Rosario bajo la lluvia con su sonrisa. Llegaba y se iluminaba, reía, era feliz, me contaba de su República Dominicana, de su familia, de sus recuerdos, luego antes de irse se transformaba en la triste Rosario, angustiada, de ojos llorosos. Nunca me decía cuál era su pena y eso que lo había intentado. Parecía haberse jurado nunca decírmelo. Sentíamos una fuerte pasión, llorábamos juntos nuestras penas, pero felices de habernos encontrado. Un día decidió contarme su gran dolor, en sus ojos se veía sinceridad, estaba seria, casi a punto de llorar. Había llegado al país para trabajar de empleada doméstica en una casa donde le iban a pagar bien, así podría enviarle dinero a su familia, al llegar le quitaron el pasaporte y los documentos y la llevaron a una casa a trabajar, pero de prostituta. Era doloroso escucharla, decírmelo era doloroso tal vez más para ella, yo la amaba y nada iba a hacerme sentir otra cosa. Ella juró que me amaba y que no me lo había dicho antes por temor a que yo la dejara. Comprendí el por qué de sus silencios, sus lágrimas silenciosas, su tristeza al marcharse. Le prometí sacarla de allí, haría lo imposible por eso. Pero me pidió que no me metiera, esa gente no se andaba con vueltas si me hacía el pesado me bajaban. Se marchó, se le hacía tarde y no quería tener problemas. A los días siguientes apareció César por su casa, con un ojo negro y un yeso en el brazo, nos vio salir a Rosario y a mí. Lo ignoré, no quería verlo, esa mierda tenía los días contados. A la semana siguiente Rosario no apareció, cuando regresó luego de varios días de ausencia, estaba golpeada, esa gente se había enterado de mi existencia y estaba todo mal. Rosario había escapado y sólo me tenía a mí. Esa tarde el Loco y Pablo me pasarían a buscar, alguien nos había invitado a una fiesta. Sonó el timbre fui a abrir la puerta y de golpe se me vino encima, el golpe fue duro, un par de tipos querían llevarse a Rosario, entre ellos estaba César, el hijo de puta nos había buchoneado... Recibí una paliza...

El Loco bajó del auto y fue hasta la puerta de la casa, subió al primer piso, lo seguí. Al llegar escuchamos gritos y ruidos, unos tipos golpeaban a Hank y querían llevarse a su chica. El Loco le saltó encima a uno dándole una patada, otro sacó un arma e intentó dispararme, falló, comencé a forcejear, de pronto disparos, gritos, confusión, alguien que corría, sangre, olor a muerte. Miré al Loco, estaba vivo, yo también, Rosario sostenía un arma en la mano, Hank en el piso golpeado, uno de los matones en el suelo, muerto, el otro herido sangrando, el del yeso había huido. Salimos de allí, subimos al auto y nos fuimos, pronto llegaría la policía, Rosario abrazaba a un maltrecho Hank, le caían lágrimas por su golpeado rostro, ni el Loco ni yo entendíamos bien qué sucedía.