VIII La espera
Por más tranquilo que aparentara estar muy dentro mío corría un río caudaloso arrastrando mis dudas y angustia. Esa mañana actuaba en forma de bisagra, el suspiro contenido expulsado como aliviando un gran peso, o los ojos impregnados en lágrimas eternas. Una abuela con su nieta en un cochecito a mi lado, sus ojos tan bonitos, su sonrisa, toda la vida que despierta un niño y ese estigma sobre su ser. Miré a la abuela, ojos cansados, llorosos, ambivalencia entre el amor y la desesperación absoluta. Recordé a Tania y mi temor erizó mi piel. Saqué una pelotita de mi bolsillo y se la di a la nena que abrió sus ojos negros como maravillada ante esa pequeña pelotita verde, danzarina, que rebotaba y chocaba contra las paredes de aquella sala de espera y se alejaba danzando por los pasillos. Una mujer frente a mí con su mirada vacía me veía jugar con la nena, su rostro carente de toda sonrisa, su sangre, su estigma, el dolor, la desesperación. El travesti que reclamaba algo en ventanilla, la mujer que repartía folletos de una nueva esperanza de vida naturista, la pareja que esperaba turno para extracción, él reclamando ante la enfermera, ella al borde del llanto. Todos observándome jugar con la nena. Una doctora salió y llamó a alguien, la abuela se levantó y empujó el cochecito hasta un consultorio. Quedé botando la pelotita pensando y no pudiendo encontrar consuelo ante esos ojitos negros y ese estigma. Una doctora pronunció mi nombre, me levanté con coraje pensando en Mariana y queriendo olvidar lo que sabía, pero ya nada podía yo hacer, ni siquiera por mí. La doctora me miró y me hizo unas preguntas, luego sentenció: dio negativo- y todo ese peso que llevaba se esfumó y en mi cara se dibujó una sonrisa. Siguieron las preguntas y las respuestas, algunos silencios y luego me fui de allí, conservaba mi sonrisa cuando crucé la puerta y vi todos esos rostros ausentes, la mujer que antes había visto estaba llorando junto a una columna, me acerqué y estreché fuertemente su mano, intenté decirle algo ¿pero qué? ¿quién era yo para comprender su dolor? Nada, nada pude decirle, solo mirarla y acariciar su mano, escuchar su llanto y partir. Una ambivalencia muy fuerte me invadió, volví a mirar el resultado todavía no convencido. No reactivo, rezaba. Lo guardé en el bolsillo y bajé las gradas del hospital.
1 Comments:
O sea que no reacciona.
O sea que eso es bueno.
O sea ...
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